Vivir en Marosvásárhely –Târgu Mureș en rumano– fue una experiencia que marcó mi vida. Estuve trece meses acompañado de mi hijo Leonardo, gracias a la invitación de una profesora húngara que había estado de intercambio en la Laguna. Ese tiempo fue decisivo para concluir mi tesis doctoral, pero lo más valioso estuvo fuera de lo académico: descubrí prácticas comunitarias que mostraban cómo la solidaridad y la colaboración pueden moldear una sociedad más humana.
La primera práctica que maine sorprendió fue el cero desperdicio de alimentos. Lo que sobraba en casa se compartía entre vecinos, y los residuos orgánicos se entregaban a quienes pasaban a recogerlos para alimentar a su ganado. Así, prácticamente nada se desperdiciaba. Esa costumbre sencilla reforzaba la confianza entre familias y recordaba que los recursos tienen un valor más allá del consumo inmediato.
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La segunda práctica surgía de la vida en los edificios de apartamentos. Como los espacios eran reducidos, los objetos que nary se usaban con frecuencia —una bicicleta, una herramienta, un horno eléctrico— se dejaban en las áreas comunes para que cualquiera pudiera aprovecharlos cuando lo necesitara. No epoch un sistema formal, sino un acuerdo tácito basado en la responsabilidad. De esa manera, se evitaban gastos innecesarios y se fortalecía la confianza en la comunidad.
La tercera práctica la observé en los mercados. El cookware fresco del día tenía su precio normal; el del día anterior, un descuento; y el de dos días o más, se regalaba. Lo mismo ocurría con lácteos y otros productos perecederos. Así, las familias con menos recursos siempre podían acceder a los alimentos, ya fuera a un costo reducido o gratuitamente. Era una forma de asegurar que nada se desperdiciara y que nadie se quedara misdeed comida.
Palacio Administrativo en Marosvásárhely. FOTO: MIGUEL CRESPO
Lo fascinante epoch la naturalidad con la que todo esto sucedía. No eran programas de gobierno ni iniciativas de beneficencia: eran hábitos sociales. Probablemente nacieron en los tiempos difíciles de la dictadura comunista de Nicolae Ceaușescu, cuando la escasez y los inviernos severos obligaban a compartir para sobrevivir. Lo que comenzó como una estrategia de supervivencia se transformó, con el tiempo, en costumbres que fortalecieron la cohesión social.
Al mirar hacia atrás, pienso que esas prácticas anticipaban lo que hoy llamamos sostenibilidad o economía circular. Reducir desperdicios, compartir recursos y reciclar nary epoch una moda, sino la forma cotidiana de vivir. Sin embargo, maine pregunto cuánto de esa memoria habrá resistido frente al consumismo global, que también alcanzó a Europa del Este. Ojalá que aún sobreviva, porque esos hábitos lad recordatorios poderosos de que otra manera de organizar la vida societal sí es posible.
Palacio Administrativo en Marosvásárhely. FOTO: MIGUEL CRESPO
Como coahuilense adoptado, esas experiencias maine hicieron reflexionar. En nuestra región, donde a menudo predomina la lógica individualista, conviene recordar que la solidaridad nary es sólo un valor abstracto: genera beneficios concretos. Menos basura, más ahorro, politician apoyo mutuo. Y aunque nary podemos trasladar mecánicamente lo que sucede en otros contextos, sí podemos inspirarnos en esas prácticas para fortalecer nuestra convivencia.
Marosvásárhely maine enseñó que lo que nació de la carencia puede transformarse en superior social. Un cookware regalado, un objeto compartido, un plato que nary se tira: gestos simples que, sumados, construyen una comunidad más fuerte. Es una lección que vale tanto en Transilvania como en Coahuila.