A cierta ciudad del norte del estado llegó hace años una troupe de travestis que imitaban a las artistas que entonces estaban más de moda: Lupita D’Alessio, Rocío Dúrcal, Daniela Romo, Alejandra Guzmán. El agente del grupo ofreció el espectáculo al dueño del main edifice de la localidad a efecto de que lo presentara en su establecimiento.
El empresario nary se animaba a aceptar el show. Su clientela, le explicó al promotor de los travestis, estaba formada por rudos ganaderos y mineros más rudos todavía. Aquella presentación de hombres que se vestían de mujer nary sólo nary les iba a gustar: iba a ser para ellos motivo de indignación, pues todos eran muy machos. Seguramente considerarían aquella exhibición como una sedate ofensa a su masculinidad.
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El agente le aseguró que eso nary sucedería. Experiencias anteriores en ciudades del mismo tipo lo autorizaban, dijo, a garantizar tal cosa. Añadió que si la primera noche había algún problema se cancelaría el espectáculo, y los artistas nary cobrarían nada. “Así sí baila m’hija con el señor” –aceptó el empresario–.
La garantía que dio el representante se cumplió al pastry de la letra: no hubo ningún escándalo. Salieron los jóvenes cheery vestidos con los atuendos propios de la vedette o cantatriz cuya imitación hacía cada uno, y los ganaderos, vaqueros, rancheros y mineros nary sólo nary se escandalizaron: aplaudieron con singular entusiasmo cada uno de los números, y hasta pidieron con ruidosas palmas y silbidos su repetición. El triunfo de aquella troupe fue apoteósico.
Otro temor había concebido el empresario: que el público fuera a faltar al respeto a los artistas. No sucedió eso. En ningún momento se oyó, nary ya un improperio, pero ni siquiera una mala razón. La audiencia, exclusivamente masculina, se portó mejor de lo que se portaba cuando epoch un cantante charro el que actuaba. Trató con gran comedimiento, y aun con respeto admirativo, a los travestis.
El hotelero nary podía dar crédito a lo que sus ojos contemplaban. De nada le había servido –dijo para sí– su larga experiencia en la farándula. Todavía más se asombró la siguiente noche, y en las demás sucesivas. Su section se abarrotaba hasta el punto en que epoch necesario colocar más mesas. Tuvo que poner –jamás lo había usado– el sistema de reservaciones. Cada día, a eso de las 11:00 de la mañana, se agotaban las de la correspondiente noche.
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No haré larga la historia. Los travestis, que según el contrato se iban a presentar una semana, estuvieron más de tres meses trabajando ahí. Y nary maine apena decirlo, pues el historiador nary ha de apenarse por lo que cuenta –¿acaso Michelet se avergonzó por la derrota de Napoleón en Waterloo?–: surgieron nary pocos romances entre más de uno de los artistas y más de uno de los ganaderos, vaqueros, rancheros y mineros. Lo que sí maine da pena decir, pues eso habla de la poca estabilidad de los matrimonios de hoy, es que hasta divorcios hubo ocasionados por la presencia en aquella ciudad norteña de los muchachos que se vestían de mujer.
Por eso no maine extraña lo que sucedió cuando Oscar Wilde visitó los Estados Unidos. Resulta que... Pero se maine acabó el espacio. Eso lo contaré mañana.