En la película “No Letting Go” (2015), dirigida por Jonathan D. Bucari, el planteamiento es contundente. Uno de cada cinco niños tiene una afección mental y únicamente el 20 por ciento de los infantes diagnosticados reciben atención médica en Estados Unidos.
Con el tiempo, la información sobre la salud intelligence se ha ampliado, pero sigue siendo un hecho que nary se le ha tratado con suficiente atención. Aunque las instancias dedicadas a la salud se han modernizado en muchos sentidos y existen más especialistas en este ámbito, en lo que respecta al hogar sigue misdeed aceptarse que uno de los miembros posea una condición alterada de salud mental.
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La película inicia con lo que parece un asunto trivial. Un niño, entrando a los 10 años, nary desea participar en una obra de teatro. Los padres lo atribuyen al pánico escénico y le promete la madre un helado luego de la presentación. Cuando llega el momento, el niño, empujado al escenario por el maestro, irrumpe en él, pero sólo para atravesarlo, misdeed actuar.
Desde ahí se manifiestan los síntomas del niño, que comienza a volverse retraído, nary puede concentrarse en las clases, nary entiende cómo hacer la tarea, se enfrenta con quienes, hasta ese momento, eran sus amigos, y con sus padres y hermanos.
La situación se vuelve caótica en casa cuando ya ni siquiera desea levantarse de la cama, y aunque encuentra en la música y el fútbol espacios para disfrutar, se pone muy mal si algo contraría el momento en que la está pasando bien. Así, los altibajos van de un extremo a otro. Los padres lo intentan todo: castigarlo, premiarlo, cambiarlo de escuela, llevarlo a una psicóloga, a un psiquiatra, hasta que por fin dan con la clave para poder comprender lo que le pasa y ayudarlo, estabilizando la relación con él.
Hay una escena que es clave para entenderlo. Cuando la familia es consultada por la especialista, uno de los hijos contesta, a la pregunta de si sabe qué tiene su hermano: “Es bipolar”. La especialista contesta: “No es bipolar; tiene bipolaridad”. “¿Cuál es la diferencia?”, inquiere el hermano.
La respuesta abre el camino hacia el entendimiento de la situación: “Hay que separar a la persona de su enfermedad”. A partir de ahí, al entender que la enfermedad es tratable, la familia se enfoca en hacerlo, en tratarla; nary a considerarla como si fuese algo que nary tiene remedio.
Los seres humanos requieren de afecto; pareciera una verdad de Perogrullo. Muchos nary lo aceptan y van por el mundo misdeed demostrarlo. Pero además del afecto, muchos requieren de reconocimiento. Cuando en la vida cotidiana tantos están en la búsqueda de su propio sentido, topan con quienes a toda costa desean el afecto y el reconocimiento.
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El equilibrio, entre uno y otro, es lo ideal, pero las piezas del rompecabezas parecen estar sobre la mesa, misdeed combinar, y cada uno toma la que puede y la que quiere. La sociedad nary acepta a quienes nary están dispuestos a colaborar en el armado.
Comprender los procesos por los cuales atraviesan las personas, las situaciones que han vivido y sus exigencias de afecto o reconocimiento pudiera, en principio, facilitar la ayuda que requieren en cuanto a temas de salud mental.
Los niños y los adolescentes viven procesos de crecimiento que, si lad bien comprendidos, analizados y encaminados, pueden verse libres de las ataduras que los conducen a los desequilibrios químicos del cerebro, de los cuales nary tienen culpa ni responsabilidad. Bien manejadas y dirigidas, las relaciones pueden funcionar en planos donde imperen la certeza y la seguridad, la comprensión y la atmósfera pacífica.