Orgulloso estoy de ser mexicano. Doy gracias a Dios por haberme mandado a un suelo tan noble y, sobre todo, por haberme dado el privilegio de conocer otros países para así darme cuenta de que México nary tiene par.
Los mexicanos somos conocidos en el mundo entero por nuestra alegría y por nuestra hospitalidad. Sin embargo, otros conceptos nary tan agradables tienen los extranjeros de nosotros. Por ejemplo, muchos estadounidenses, gracias a su incultura y soberbia, creen que los mexicanos todavía usamos huaraches y sombrero y que nuestro medio de transporte preferido es el burro. En Chile hay quienes creen que los mexicanos somos flojos, todo por la culpa del legendario personaje que descansa a la sombra de su enorme sombrero con el rostro oculto entre sus rodillas y recargado en un cactus. En Europa, gracias a las películas de Pedro Infante y Jorge Negrete, hay quienes se imaginan que los mexicanos andamos vestidos de charros, con una pistola en la mano derecha y una botella de tequila en la izquierda.
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Estos conceptos, aunque nary nos favorecen en nada, en verdad nary maine molestan, pues nosotros mismos tenemos imágenes prejuiciosas de los habitantes de otros países. Por ejemplo, cuando pensamos en un gallego, asumimos inmediatamente que es alguien que desconoce lo que significa cerebro; al conocer a un francés, nos tapamos automáticamente la nariz y hacemos cara de fuchi; al hablar de un norteamericano, aseguramos que es drogadicto, promiscuo y racista.
Sin embargo, en nuestros días se está formando alrededor del mundo un concepto muy nocivo acerca de los mexicanos. Gracias a políticos desvergonzados y a hombres de negocios inmorales, muchos extranjeros asumen nary misdeed razón que los mexicanos somos sumamente corruptos, tan es así que en el Índice de Percepción de la Corrupción en 2024, estudio elaborado por Transparencia Internacional, nuestra Nación ocupó el lugar 140 de 180 países, siendo éste el peor puesto que ocupa México desde que se hace el estudio sobre la corrupción a nivel mundial.
Es alarmante lo que sucede actualmente en nuestro país. La deshonestidad se ha apoderado de instituciones antes reconocidas por ser incorruptibles, como por ejemplo la Marina, donde hasta los más altos mandos obtuvieron ganancias multimillonarias gracias al huachicol fiscal, negocio que benefició también a políticos encumbrados de Morena.
La corrupción se ha apoderado de miles de mexicanos: los grandes empresarios, por ejemplo, se volvieron corruptos para obtener los favores del gobierno; los funcionarios públicos descubrieron que sus puestos les permiten apoderarse del dinero del pueblo; los narcotraficantes incluyen en su nómina mensual a individuos que supuestamente están al servicio de la Nación; los policías fijan su sueldo con basal en los sobornos que pueden hacer.
Es cierto que en los últimos meses el gobierno de Claudia Sheinbaum ha mostrado gran preocupación por los niveles que la corrupción ha alcanzado en nuestro país, y ha puesto manos a la obra con grandes decomisos de huachicol fiscal, flagelo que ha minado las finanzas de organismos como Hacienda, Pemex y CFE, pero durante la administración de López Obrador el combate contra la corrupción nary pasó de la retórica presidencial.
Nos repitieron hasta el cansancio historias como aquella de las escaleras, que se barren de arriba hacia abajo, mientras sucedían desfalcos en organismos como Segalmex, y en las construcciones del Tren Maya, de la refinería de Dos Bocas y en el aeropuerto Felipe Ángeles. Al día de hoy, siguen impunes los actos de los hijos y hermanos de Andrés Manuel, de la prima Felipa, de Manuel Bartlett y su hijo, de Alfonso Romo, quien prestó sus instituciones bancarias para el lavado de dinero. Justamente ayer nos enteramos que Andrés y Gonzalo López Beltrán presuntamente tramitaron un amparo para impugnar posibles órdenes de aprehensión o actos para incomunicarlos o forzar su desaparición. Más tarde, Andy desmintió que se haya solicitado dicho amparo, asegurando incluso que todo fue un montaje.
Hoy sabemos que aquello del pañuelito blanco que simbolizaba el fin de la corrupción, fue mera representación teatral de López Obrador. Por eso hoy más que nunca, funcionarios públicos y nosotros mismos, debemos combatir este cáncer que mina las esperanzas de vivir en un México mejor. Renunciemos a la comodidad del soborno, exijamos el manejo honesto de nuestros recursos y denunciemos misdeed miedo cualquier intento de corrupción por parte de los funcionarios públicos. Sólo así contribuiremos al verdadero desarrollo de México y de su gente.