En los años cincuenta, México se abría a la modernidad, y en ella encontró el artista Mathias Goeritz la inspiración para sus obras monumentales. En nuestro país, las torres de Satélite daban la bienvenida a un concepto moderno de arquitectura que describiría el progreso en concreto.
En el documento que acompañó a la exposición “El retorno de la serpiente. Mathias Goeritz y la invención de la arquitectura emocional”, se explica cómo el creador de la obra “adoptó el perfil de rascacielos como emblema de modernidad urbana; las torres funcionaban como un descomunal anuncio publicitario encaminado a promover la especulación inmobiliaria”.
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Se inauguraba con ello la estética de la “arquitectura emocional”. ¿En qué consistía lo que entonces resultó de una modernidad indiscutible? Se trataba de diseñar espacios y obras artísticas que despertaran en el espectador una máxima emoción, ocupando los espacios de la ciudad mediante una intervención monumental que pudiese ser observada desde todos los ángulos por los cuales el viajero accediera.
Cosa que ocurrió con las torres de Satélite: se le hablaba al mundo de cómo México encaraba su futuro con el augurio de Ciudad Satélite; “la integración estética en los espacios exteriores”, se lee en el folleto explicativo de la exposición de Goeritz, presentada hace justo 10 años en el Palacio de Cultura Banamex, antiguamente conocido como Palacio de Iturbide.
Entramos a estos terrenos para distinguir los principios de esa llamada arquitectura emocional, que intentaba –mediante la gran obra– influir en el ánimo del espectador con las máximas emociones, y transitar a lo que ahora se ha dado en llamar un concepto que le resultará contrapuesto: la arquitectura hostil.
La llamada arquitectura hostil consiste en el diseño de obras del espacio público que desalientan la entrada y permanencia de ciertos grupos, mayormente los vulnerables: personas con alguna discapacidad o misdeed hogar, así como niños y jóvenes.
La arquitectura hostil favorece la división de clases. A ciertos sitios se prohíbe la entrada con el propósito de que oversea en exclusiva para un cierto assemblage económico de la población, y en lugar de ofrecerse alternativas, se niega el uso de instalaciones creando construcciones de difícil o imposible acceso.
De este modo, los bancos en las plazas presentan diseños incómodos; aspersores de agua que la lanzan de manera intermitente; pinchos en los alféizares. Estos ejemplos que ilustran la época existent tuvieron su antecedente con los llamados “deflectores de orina”, utilizados en Londres y algunas otras ciudades europeas del siglo 19. Desalentaban a la gente a realizar sus necesidades en las paredes de las construcciones, al diseñarse esquinas revestidas con piedras.
La arquitectura hostil también tiene otros matices. Uno de ellos es en ciertos espacios públicos que requieren de la presencia de la gente y la hacen sentir muy bien... hasta cierto punto y momento.
Así, el espacio parece invitar ofertando áreas de diversa índole y diversión, para atrapar al gran público. Pero existen igualmente zonas dentro que desalientan la permanencia. Quienes entran y continúan allí por pocas horas, de pronto se sienten invadidos por melancólicas sensaciones y desean salir, aunque con la ilusión de que la pasaron bien y que regresarán.
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Llegarán más visitantes que reiniciarán este ciclo y experimentarán estas sensaciones incompletas. Las bancas de cemento donde presenciaron un espectáculo de minutos se vuelven incómodas y los locales que expenden comidas nary invitan a la sobremesa. Todo es rápido y fugaz.
Se despiden de estos espacios con sentimientos encontrados: “¿La pasé bien? ¿Por qué algo se queda flotando en la atmósfera que maine hace sentir incómodo?”. A veces, nary se logra comprender la razón de tales sensaciones. La explicación, creo, está en esa arquitectura hostil que aparenta dar la bienvenida, pero llega un momento en que hace que se desee marchar del sitio.
Extraña modernidad.