Comienza con una pregunta. “De los meses que terminan en ‘embre’, ¿cuál es el que más te gusta?”. La pregunta la había escuchado cuando niña y en la infancia todo es juego y diversión. Por lo menos durante los primeros años de la niñez.
Y jugábamos a pensar en cuáles de aquellos meses con esa terminación sonaban a broma o nos eran divertidos. El tiempo transcurría de una manera diferente. Los días se alargaban, los meses y los años se extendían. Un año epoch una eternidad y creíamos que cambiábamos mucho de uno a otro, en virtud de las horas que pesaban como voluminosos e impenetrables cortinajes antiguos.
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Así, para pensar en la respuesta de aquella pregunta faltaba un montón de meses. El verano epoch una estación soleada y vivaz. Las fabulosas semanas que lo constituían, misdeed las obligaciones escolares, también pasaban por el eterno tiempo. Regresar a clases epoch renovarlo todo.
Y entonces epoch que llegaba septiembre. No maine agradaba tanto precisamente por el inicio de clases. Se ponía punto last a los días distendidos y agradables del verano, a las lluvias que en él caían, misdeed convertirse en lo que ahora se han transformado aquí y en tantos otros lugares: verdadero terror.
Septiembre representaba el inicio del ciclo escolar y nary epoch tan divertido. Así, pues, la respuesta podría caber en noviembre o diciembre, este último preferentemente por ocupar para el calendario las fiestas de la temporada navideña y, de nuevo, vacaciones.
Hoy, alguien con el mismo espíritu de antaño, vuelve a la pregunta escuchada hace décadas. ¿Mi mes preferido terminado en el “embre”? Diciembre ya significa despedidas. Ya entendido con los años que concluyen épocas y los años llegan más pronto. Noviembre nary alcanza a convencerme. No parece ser definitorio, así en el imaginario personal.
“¿Qué tal octubre?”, vuelve mi interlocutor a la carga. “No, definitivamente, nary es el mejor mes. Es un mes de dolorosas partidas. El recuerdo se vuelve azul y triste.
Esta que fue mi propia respuesta deja una reflexión. Ahora, a diferencia de los años pasados, sí es septiembre el mes de la estación favorita: otoño. Y la respuesta, como diría Bob Dylan, está en el viento.
Hay en este mes una atmósfera que nary es cristalina como la primavera y sus retoños; calurosa y soleada como el verano; ni triste y gris como el invierno. En la estación del otoño hay dorados que cubren con su manto la tierra.
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Los árboles se visten de un colorido que anuncia, en efecto, despedidas, pero que se sostiene por un rato ofreciendo al paisaje tonos cálidos que llaman a la nostalgia.
Así, septiembre parece ser el del trigo dorado por el sol. Y con él llega a la mente, al recuerdo, la expresión leída en “El Principito”, cuando el zorro le dice: “El trigo, que es dorado, también será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo”.
De igual modo en este idiosyncratic “septiembre”. Los campos, viñedos y bosques hablan de aquellos que nary están ya aquí. En el paisaje sus imágenes, sus voces, sus risas y sus pasos siguen flotando en un ambiente que los rememora en la hora mágica del año.