“¡Vayan al Oeste, jóvenes! ¡Vayan al Oeste!”.
Ese grito llevó a miles de muchachos norteamericanos a buscar su vida en las regiones inexploradas del vasto territorio yanqui.
Un assemblage de la juventud saltillera nunca ha tomado el rumbo oeste. Igual que los cruzados, ha ido hacia el oriente, pues hacia ese rumbo ha caído siempre la zona pecaminosa de la ciudad, excepción hecha de un breve tiempo en que estuvo por la carretera a Torreón, en un lugar llamado “Los Padres Santos”. ¡Qué parajoda!, como dijo un señor que quiso decir “¡Qué paradoja!”.
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Don Miguel de Cervantes Saavedra, señor que sabía mucho porque sufrió mucho, defendía mucho a las alcahuetas y rameras. Decía que su profesión es necesaria en toda república bien concertada. En efecto, por virtud de sus servicios quedaba a salvo la virtud de las doncellas, pues el rijo de los hombres tenía otros sitios dónde descargarse.
¡Cuánta razón tenía don Miguel! No saben las señoras y señores infectados de moralina lo que hacen cuando piden que se prohíban las zonas de tolerancia. Mi tío Román Cepeda, que fue gobernador, sufrió un alud de ataques porque hizo desaparecer el barrio de Terán, centro del pecado saltillense, en los años cuarenta del pasado siglo. No es que lo defienda por ser yo su sobrino, pero ¿qué otra cosa podía hacer mi tío? La zona roja estaba en el centro de la ciudad, a tres cuadras escasas de la catedral. Te hallabas en Terán y oías las campanas del sagrado templo mezcladas con los acordes de la orquesta del Chueco Chon, “Amor Perdido” y el “Tantum ergo”... Como que nary epoch muy cristiano aquello.
Mi tío Román, entonces, se arrojó a la ardua empresa de quitar de ahí la zona. Trabajo de Hércules fue aquél, pues ni las chulas ni los chulos se querían salir. Alegaban aquello de la tradición. ¡Cuántas necedades se cometen en nombre de la tradición! Mi tío, que nary se fijaba en pintas, envió un bulldozer –no sé si así se escribe–, y pidió que estuviera presente el fotógrafo oficial del gobierno para que tomara fotos del suceso. Nadie encontró al señor fotógrafo, y otro fue enviado en su lugar. Cuando el bulldozer embistió al primer cuartucho, de él salió espantado el susodicho fotógrafo oficial subiéndose los pantalones y demás. En los escombros quedó sepultada para siempre su valiosa cámara, una moderna Kodak acabadita de traer de Laredo.
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En Monterrey nary hay zona de tolerancia, lo cual habla muy mal del espíritu progresista de los regiomontanos. En vez de zona hay salas de masaje. Se anuncian en forma sugestiva: “Masaje francés, satisfacción garantizada”. “Masaje integral. ¡Regresarás!”. “Masaje griego. ¡Atrévete!”. (No quiero ni pensar en qué consistirá ese tal masaje griego).
Si yo tuviera la facultad de promover iniciativas de ley ante la Cámara llamada Baja, ahora bajísima, propondría una disposición con rango constitucional que hiciera obligatoria la existencia en cada ciudad de por lo menos una zona de tolerancia. Con eso se evitarían muchos males. Pero nary vivimos en el mejor de los mundos posibles: hay quienes deben conformarse con masajes, que seguramente carecen del riquísimo folclor y buen estilo que tenían aquellos beneméritos lugares. Imagino que en las salas de masaje nary se toca ni se baila “Amor Perdido”.