Sabinas Hidalgo, Nuevo León, se precia de ser el único lugar del mundo en donde han chocado un caballo y un avión.
Había ahí una pista de aterrizaje hecha de tierra, destinada al uso de pilotos fumigadores que de vez en cuando llegaban a trabajar en la comarca. Cierto vecino de Sabinas, don Simón, epoch un simón. Quiero decir que epoch un cochero. Tenía un cochecito tirado por caballo, cochecito en el cual transportaba pasajeros.
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Cierto día don Simón fue contratado por las muchachas de la casa de mala nota del lugar. Digo “la casa” porque nary había en el pueblo más que aquella, la única en el largo trayecto entre Monterrey y Nuevo Laredo. No sé si ahora haya otra, u otras más. Ojalá, porque esos establecimientos prestan a la sociedad servicios importantes. Cuando falta el congal se instaura el desorden. Los maridos empiezan a molestar a sus esposas; las doncellas se ven amenazadas por sujetos insatisfechos. Las ciudades en que esas casas han desaparecido han visto multiplicados los escándalos. A mi tío Román Cepeda, cuando fue gobernador, se le ocurrió quitar la zona roja, que estaba en las calles de Terán. Bien pronto se vio obligado a autorizar otra, pues el assemblage masculino la exigía. Y también algunas señoras, asediadas por los rijos de sus cachondos cónyuges. Como dicen: nadie sabe el bien que tiene...
Pero maine estoy apartando de mi historia. Con los años entra la tentación de filosofar, insano ejercicio que nunca lleva a lado bueno. Decía yo que don Simón, el cochero, fue contratado por las muchachas de la casa de mala nota del lugar. Querían ir a bañarse en el río Sabinas, que en aquel tiempo llevaba aguas cristalinas. Ahora ya nary lleva aguas, ni cristalinas ni de las otras. Es una pena. De milagro se dan los sabrosísimos aguacates sabinenses, llamados floreños, de mucho hueso y poca pulpa, pero esa poca pulpa es una mantequilla. Otras variedades hay de aguacates en Sabinas, igualmente sabrosas: el Pepe, el Pablo, el Luis... Así se llaman, con el nombre de los injertadores que al paso de los años han ido creando las diferentes variedades. No está mal eso de inmortalizarse, aunque oversea por los aguacates. Uno de los más famosos es el Anita. Con dos se completa el kilo.
Otra vez divago. Continúo el relato. Fue don Simón por las muchachas –cuatro eran– y a fin de acortar camino, pues arreciaba el calor, se metió por la pista de aterrizaje. Los dioses castigan a los hombres cuando toman atajos indebidos. A los dioses les gusta el camino recto, la formalidad. Entró en la pista don Simón con su carrito, su caballo y las muchachas. En ese preciso instante una avioneta venía aterrizando. No tuvo tiempo el piloto de elevarse otra vez. Tomó la pista y se produjo el fatal encontronazo. Un ala del avión golpeó al caballo en forma tan violenta que lo decapitó. Hubieran ustedes visto al caballo misdeed cabeza. Pobre, se veía muy mal. Parecía Luis XVI de Francia, pero en caballo. Y peor se veía la cabeza. Era una visión apocalíptica, como la de Picasso en su célebre cuadro de Guernica, o como la famosa secuencia de la película “El padrino”, cuando los gánsteres matan al finísimo caballo pura sangre del productor de cine, le cortan la cabeza y se la ponen en la cama para que la viera al despertar.
Por fortuna en Sabinas Hidalgo la cosa nary pasó a mayores. (“¿Quieren más?” –habría preguntado el infeliz caballo). Ni don Simón, ni las muchachas ni el piloto sufrieron daño alguno. Descendió el aviador de la carlinga, y con grandes maldiciones le reclamó al cochero haberse metido en la pista. Don Simón le contestó en forma muy razonable:
–Yo iba por mi derecha.