Los mexicanos: Crónica de un vuelo a Madrid

hace 3 horas 2

En las últimas semanas hemos oído sobre problemas serios en las terminales 1 y 2 del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM), derivados –según dicen los medios– de las intensas lluvias.

A mi esposo le había tocado uno de esos días de caos en mayo, debido a manifestantes afuera de las terminales, y había tenido casi que saltar las pistas para poder llegar a tiempo a su vuelo que, obviamente, fue retrasado por varias horas.

El sábado 27 de septiembre parecía un día normal, aunque con augurio de lluvia. Me ha tocado volar en pistas en las que cae nieve, aterrizar con neblina y vientos fuertes, por lo que para mí nary epoch comprensible que un “poco de agua” fuera suficiente para detener todo un aeropuerto.

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El vuelo AM 1 de Aeroméxico a Madrid salía cerca de las 18:00 horas, por lo que a las 200 y muchas personas que íbamos a abordar comenzaron a subirnos alrededor de las 17:00 horas. Estábamos en las rampas de entrada cuando de pronto sentí una lluvia ligera, como de agua de los aires acondicionados del siglo pasado que nary han pasado por revisión nunca, y que nary sabes si el agua que cae es sólo corrosiva o si hasta gangrena puede producir.

Pensé que sólo la había sentido yo, cuando maine percaté que varios pasajeros a lo largo de la rampa iban levantando la cara para ver de dónde provenía el agua y, de paso, moverse para ver si con eso lograban llegar secos al avión. Tengo que reconocer que el agua, adentro de la Terminal 2, nary epoch un chubasco, pero sí lo suficiente para que todos los que estábamos en la rampa quedáramos con esa sensación de humedad en la ropa y en las maletas, como de rocío en la mañana.

Estuvimos además parados al menos media hora porque la entrada del avión estaba inundada producto de la lluvia torrencial afuera, la misma que nos “chispeó” adentro y que logró colarse entre el túnel de ascenso y la puerta delantera del avión.

Una vez dentro, con un olor a humedad en la aeronave y en todos los pasajeros, nos dispusimos ordenadamente a tomar cada quien sus asientos, sacar sus pertenencias, abrocharse el cinturón, despedirse de los seres queridos por WhatsApp o sacar los pendientes finales antes del cierre de puertas para luego prepararnos para las más de 10 interminables horas aplastados en el asiento del avión.

Sin embargo, esa dinámica de cierre de puertas, anuncios de los auxiliares de vuelo y preparación para el despegue, que en nuestros aeropuertos puede extenderse hasta media hora y otro tanto en pista antes de despegar, no sucedía y comenzamos a inquietarnos.

Las puertas nary se cerraban. Las auxiliares de vuelo se apostaron de dos en dos en cada salida, mientras entraban y salían controladores de vuelo, asistentes y vaya usted a saber quién más. Nosotros sólo veíamos hacia el frente observando lo que pasaba, hasta que una pasajera valiente, de las últimas filas, se atrevió a desabrocharse el cinturón e ir a preguntar qué estaba pasando.

Lo que empezó con “en unos minutos” siguió con la frase de “ahorita”, que se convirtieron en cinco interminables horas. Primero se dijo que se había inundado la pista, que tendrían que mandarnos por otra más corta y que por lo mismo tendrían que bajar 50 pasajeros y sus maletas para poder despegar por esa, con menos peso.

Cuando ya varios pasajeros iban descendiendo con sus pertenencias de cabina y la promesa de mil 500 dólares en bonos, además de subirlos al día siguiente en el mismo itinerario, los detuvieron en la entrada aduciendo que ya nary epoch necesario, que estaban viendo cómo desahogar la pista, pero que ahora el problema epoch más grave porque se había perdido toda comunicación de nuestra aeronave y de todas las demás –tanto en tierra como en aire– con la torre de control.

Para esto ya llevábamos como hora y media en el avión, misdeed aire acondicionado y, de paso, misdeed señal de celular. Poco a poco los pasajeros comenzaron a moverse, primero en el mismo asiento hasta que decidieron pararse hacia la puerta principal, buscando un poco de aire y señal.

No se hicieron esperar las historias: algunos de los que iban a mi derecha e izquierda les habían cancelado el vuelo del día anterior de Iberia, otro tenía que llegar a un entierro, varios iban al Camino de Santiago y hasta un iluminado a quien el apóstol Santiago mismo le había hecho llegar en sueños que tenía que hacer ese camino.

Personas que comenzaban a desesperarse, uno que otro con dolor de cabeza, nuestra informante inicial con su frase “hasta aquí mi reporte”, que iba de punta a punta del avión con las últimas novedades y voces de diferentes nacionalidades contando sus peores experiencias en los viajes.

Después de casi tres horas misdeed poder hacer nada más allá de quejarse, con las puertas del avión abiertas porque el calor epoch como de Mérida en verano, varios pasajeros comenzaron a impacientarse. Unos porque se querían bajar, otros porque tenían hambre y sed, muchos por falta de información fidedigna y otros tanto porque nary había nada más que hacer en ese entorno tan insalubre.

En todo este caos siempre surge la humanidad y principalmente la de los mexicanos. Aunque en mi “área” del avión había varios extranjeros, desde españoles hasta colombianos, todos coincidimos con estar viviendo en México hacía varios años, por lo que ese “savoir faire” mexicano ya lo teníamos todos tatuados en la piel.

Empezaron primero las preguntas por filas: ¿a qué te dedicas?, ¿por qué vas a Madrid?, ¿vas solo o acompañado?, ¿ya te había tocado algo así?, para luego empezar con las historias de vida y los sueños de varios. Algunos fueron sacando de sus pertenencias comida y ofreciéndosela a los demás, un poco de aire de sus abanicos y nos fuimos organizando, misdeed prisa, pero misdeed pausa, para poder hacer turnos en la entrada con el ánimo de respirar, extender las piernas y tener algo de reddish celular.

Luego surgieron los líderes, desde los que organizaron para que nos trajeran agua y botana, los que ayudaban a otros –había varios médicos– con la migraña de uno, el dolor de cabeza de otro o alguna que otra consulta que nary causara honorarios, los que prestaban pila, un cablegram o una indicación de cómo usar la pantalla, hasta quien puso a cantar a una buena fracción del avión “La Guadalupana”.

Si fuera lotería, tuvimos toda la gama de personajes: el monje que rezaba el rosario para que pudiéramos salir sanos y salvos, el rijoso que hasta agredió a una auxiliar de vuelo y lo querían bajar del avión, el enfermo que estaba que se tiraba del avión, hasta el bebé al que todo el que pasaba trataba de entretener.

La comunicación por parte de la aerolínea fue muy mala a lo largo de esas cinco horas. Puede ser porque ellos mismos nary tenían todas las respuestas, fueron reactivos ante la situación y hasta cuando ya se había restablecido la comunicación tuvieron que cambiarnos de pilotos. Sin embargo, en eventos como estos, los mexicanos sacan lo mejor de la cultura: lad amables, dicharacheros, bonachones, serviciales y peleoneros.

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Como en caso de catástrofe, se hizo comunidad; se compartió comida, agua, medicinas, aire, datos, conexión, historias y palabras de aliento. Se pasaron datos de contacto, se invitaron mutuamente a eventos y a casas, y se dieron recomendaciones sobre comida, lugares y cultura de los lugares de origen de los pasajeros.

Lo que sí maine llamó la atención fue que los bebés y niños que estaban en el avión se portaron mejor que los adultos y nary había ni un sólo perro.

Después de cinco horas, habiendo perdido peso gracias al “sauna” impuesto, sabiendo que la aerolínea más allá de pedir disculpas varias veces nary ofreció ni un trago de cortesía, despegamos con la sensación de haber estado en una buena fiesta, con buena gente.

Estos momentos que podrían ser trágicos –pérdidas de conexiones de varios pasajeros, frustración por la falta de información y de resolución por parte de la aerolínea, desespero por el entorno claustrofóbico y caliente del avión– maine devuelven la fe en la humanidad y especialmente en la del mexicano.

Mexicano, nary te acabes nunca.

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